17 marzo, 2011

Un ángel negro se mea en Duchamp

Llámame cuando decidas ir al Amazonas. Fue su despedida aquella tarde, los ‘nos-vemos’ siempre quedaban atrapados en el cuello de una litrona. Yo solía ser un desastre para encontrarnos... ¿qué importa? Era entonces y, aún hoy, el rey del parque. Le llamamos Patxi. Realmente no sé por qué. Su verdadero nombre es Jesús y no tiene ascendencia vasca. Pero siempre será Patxi.

Línea nueve, año 2000.

Es demasiado pronto: la noche es un instante.

Con la mirada perdida en algún punto del extremo del vagón, o de la ráfaga efímera de las sombras del túnel, o entre los fantasmas del andén... no miro, sino que recreo un viaje intrigante hacia lo vivido, lo estrictamente precedente: la reunión de un grupo de otros, hechos en sí mismos de numerosas otredades que no hacen sino converger en un mismo chiste o un mismo deseo... Un grupo de amigos tan distintos entre sí, como cerca quedan sus huellas en el banco de un parque del centro.

Frente a mí, se dibuja su imagen en el cristal: Un tipo de espaldas inmensas y ojos chiquitos, con una risa demasiado contagiosa. El pelo largo, más allá de los hombros... Un tipo increíble, demasiado puro en un mundo de relativismos: UN HOMBRE BUENO.



Y no miento cuando insisto en que es la mejor descripción que nunca me han hecho de un ángel: Grande, con melena y las alas tras la chupa, el pantalón ancho, las chirukas y una pulsera de cuero, cubriendo medio antebrazo... Sí, si al morir resulta que no me espera el vacío, no imagino nada más dichoso que a este personaje con greñas, mirándome fijo tras las gafas, de voz casi infantil, arropado con cuero negro y chinchetas, dándome un abrazo a orillas del Amazonas. Ya era hora, capullo. Esas palabras son las únicas llaves posibles al paraíso.

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