15 marzo, 2011

Aullido

Madrugada. Luna llena. La noche sigue despierta y la luz que refleja Selene saca de las sombras la silueta de una ciudad conocida. Desde el tejado, el barrio es una secuencia perfecta de copas de árboles, farolas incandescentes y una intermitencia de látigos de luz que arrastran vehículos tras de sí. Vuelta a casa. Vuelvo con sangre en las manos. Vuelvo con sangre en el labio. Vuelvo, con una herida bajo la camisa.

Ciego, descubriendo nuevos olores y sabores, de la mano del hijo de un cíclope, Orión atravesó las costas del Egeo hasta Anatolia. Cruzó el Imperio persa, salvó calderas de arena, riscos de hielo y selvas donde ululan las aves del paraíso, hasta llegar, más allá del Indo, al lejano Oriente. Poco más que disfrutar de la caricia del viento, emborracharse del aroma de las especias o reconstruir el mundo invisible con las palabras de su guía, podía el ciego Orión… Llegado al Océano, allí donde el Sol levantó sus cuadras para que los caballos que tiran del disco guarden descanso tras su viaje alrededor del mundo, el auriga del fuego se apiadó del cazador. Febo le devolvió la vista a Orión y, sobre la laguna estigia, el beocio juró venganza.

En ocasiones, la ginebra no es suficiente. Cada 28 días trato de acodarme desde temprano en la barra de un bar. Allí bebo, una tras otra, las copas que me va sirviendo el mismo camarero indiferente. Sin embargo, no siempre es suficiente. La luna me exige su prenda y el alcohol, en lugar de tumbarme, hierve en mi cuerpo tensando músculos y mandíbula. Salgo de entre la sombra, justo cuando la madrugada levanta su falda roja.

Orión de Beocia, el hombre más bello y el cazador más astuto que existía, se enamoró de Mérope, hija de Enopión, rey de Quíos. El monarca prometió a Orión la mano de su hija siempre y cuando acabara con todos los animales salvajes de la isla. Aceptó el reto el cazador, y cada tarde llevaba las pieles de osos, leones, lobos, gatos monteses y zorros muertos al palacio de Mérope. Cuando consiguió limpiar Quíos de todos los animales salvajes mayores que un ratón o una comadreja, Orión llamó a la puerta de Enopión y dijo:
- Ahora, deja que me case con tu hija.
- Todavía no – contestó Enopión -, esta mañana, al amanecer, he oído aullidos de lobos… aún no has cumplido el cometido. Orión entonces se emborrachó y esa misma noche irrumpió en el dormitorio de Mérope, la raptó y la llevó al templo de Afrodita para tomarla entre sus brazos. Mérope chilló pidiendo ayuda y Enopión, temiendo resultar herido si intervenía, envió urgentemente a un grupo de sátiros para que le ofrecieran más vino a Orión. Agradecido, el raptor bebió hasta caer al suelo sin sentido. El rey, cruel y venenoso, le arrancó entonces los ojos al Beocio.

Había mojado el pantalón presa del miedo. Imagino su cara reflejándose en mis ojos inyectados. Junto a la M-30, tan asustada que ni siquiera es capaz de emitir un susurro, la niña agoniza en mis rodillas, como si fuera yo, en lugar de un condenado, la figura sedente de una Pietá posmoderna. Ella, desangrándose despacio, escucha cómo repito por enésima vez la leyenda de mi genealogía…
- Hace muchos, muchos, años, los arcadios comenzaron en Licosura a realizar sacrificios humanos, en honor a Zeus… – paladeo cada palabra, suave y lentamente - El tonante bajó una noche desde el Olimpo, disfrazado de un anciano viajero para comprobar las prácticas del palacio de Licaón, rey de Arcadia. Los anfitriones acogieron de mala gana al anciano y, con inquina, le ofrecieron restos humanos para cenar... Zeus, indignado, convirtió a todos los hijos de Licaón en lobos como castigo... y lobo fue mi padre, y el padre de mi padre, y el padre de su padre… Tu sangre, niña, se derrama por el capricho de un fanático religioso y su Dios adúltero e inclemente…

Buscando a Enopión, llegó Orión a Creta. La diosa Artemis le dio la bienvenida al beocio y le propuso salir a cazar juntos. Apolo, hermano de la virgen cazadora, creyó indignado que Artemis se había enamorado de aquel esbelto mortal y envió entonces un gigantesco escorpión contra Orión. Disparó todas sus flechas al animal Orión. Cuando vació el carcaj, se defendió en el cuerpo a cuerpo con el filo de su espada; pero, al ver que no era capaz de matar al monstruo, se lanzó al mar y se alejó nadando.
- ¿Ves aquella sombra negra que sube y baja en el mar a lo lejos? – preguntó Apolo a su hermana -, es la cabeza de un miserable llamado Candaonte que escapa de ti, pues ha insultado a una de tus sacerdotisas…
Artemis creyó las palabras de Apolo, apuntó con cuidado y disparó al objetivo. Más tarde, cuando la diosa descubrió que había matado a Orión, subió al héroe al firmamento, donde hoy aún podemos verle, perseguido eternamente por un escorpión.

Madrugada. La soberbia de la luna llena impide que cualquier otra estrella le haga frente en el firmamento. Adoro las noches sin luz. Entonces, mis tres compañeros, esos luceros que agrupamos en la cintura de la constelación de Orión, me miran, me gritan y dicen: “Tranquilo, te queda menos vida”. Cuando el cíclope del cielo abre por completo su ojo, el aliento de la sangre me recorre la nuca y exige mi condena la noche de Madrid.
La luna ciega al héroe y enardece al cazador.

No pudo decir nada antes de morir, como todas, como todas aquellas que pidió la luna, mes tras mes, desde mucho antes de que yo naciera. Sangre desde el tejado, una nueva vida robada… Bendito Orión, Artemis tuvo balas de plata para él. Quizá, antes de que la noche se ilumine de nuevo dentro de cuatro semanas, quizá, aparezca una diosa apuntándome al pecho desde el horizonte.
La ginebra no siempre apaga la sed de un Licántropo.

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