13 marzo, 2011

Album mexica

Horacio tiene un mal día. Su estómago se ha enlazado sobre sí mismo como dos manos en oración y el dolor le llega a la cabeza. Una serie de inconvenientes en el camino le han despertado el nervio y toda la tensión se ha agarrado a su vientre. Horacio anda hipnotizado y, como si sufriera de un constante insomnio, ve el mundo a través de esa neblina que todo lo distorsiona. El clima tampoco acompaña: El cielo anda gris, el calor es demasiado denso y la tensión baja de Horacio provoca que al dolor de estómago le acompañe un palpitar pesado que golpea insistentemente el cráneo.

Con todo, es domingo, no hay chamba y decide acompañar a un arquitecto al pueblito de Yanga. Hoy se clausura el carnaval y el viajero se enfrenta a su séptima jornada con una aspirina, atraído por la paradoja que enfrenta la opresión a la que le tiene sometido su salud frente al ánimo y la algarabía de la muchedumbre en el parque del “primer pueblo libre de América”.

Cabellos pintados de colores y una masa de gente apelotonada que se mueve al tiempo, contoneando las caderas y levantando los brazos sobre el ritmo de tambores, saxofones, trompetas y silbatos. Llega tarde Horacio para ver el desfile de carros alegóricos, pero disfruta de una comida familiar en casa deEdgar, un amigo de amigos que ya se ha convertido en compañero de viaje.

Los niños golpean una piñata por turnos; la anfitriona se preocupa de todos y cada uno de sus invitados: y ese patio de la colonia Paraíso, como otros muchos a lo largo de la ciudad, se viste de fiesta: ¡Qué maravilla el espíritu mexicano! ¡Todo vale como excusa para una celebración!

Horacio va empapándose del ambiente y, poco a poco, entre la aspirina y el jolgorio, su cuerpo empieza a recuperarse y pide un desvelo con su poquito de desmadre. “¿Dónde continuamos la fiesta?”, pregunta, “¡Vamos a Tierra Blanca, hay concierto de los Cumbia King´s !”, responde su cicerone, Lute.

Y hacia allá se encamina Horacio con su cigarro a medio consumir. El viaje dura más de una hora y, a medida que avanza, se ve obligado a ir desabrochando los botones de su camisa: Tierra Blanca es una poza entre 10 y 20 metros por debajo del nivel del mar. El calor allí se concentra como lo hace en una olla sobreel fogón, el cuerpo responde creando una película fina de sudor y la pereza se convierte en un estado natural de supervivencia.

El concierto se anuncia por las calles. Solo un pendejo podría perderse, porque la riada de gente sigue un mismo camino que, inevitablemente, conduce al recinto donde va a celebrarse el espectáculo. 150 pesos de entrada y unos refrescos dejan la cartera de Horacio tiritando. Si hubo de enfrentarse al tumulto en Yanga, aquí el número de personas por cada loseta del piso supera cualquier previsión optimista. Camisetas y fotografías del grupo, guaruras intentando mantener el orden, caldeado ya por el retraso que acumula el conjunto musical, y teloneros intentando animar el auditorio sin mucho éxito. Primera postal de los King’s...

El dolor de cabeza vuelve sobre Horacio. Se sienta en una esquina y respira despacio como si pretendiera relajar sus pulmones, ajados ya por la nicotina (fumar demasiado convierte a uno en un tipo débil). En ese momento, entre los gritos y los silbidos que anuncian la aparición del grupo, un sombrero a cuadros se levanta por encima de la gente. Bajo el ala, una melena con hilos de obsidiana y unos ojos oscuros que se clavan en la mirada de Horacio, se aparece como la llama de una hoguera que atrae sin posibilidad de amparo a quien la observa.

Lleva un polo claro, ¿falda negra? y un mapa de deseo dibujado en la piel. Se sabe observada y juega con su espía como hacen los gatos con un ratón: No es una cacería, es una muestra de poder. “La niña del sombrero / promete un baile al viajero”. Se pierde Horacio en el principio del tercer verso, cuando un gesto imprevisto hace olvidar al muchacho la música, su cuerpo dolorido y el látigo del calor: “¿Cómo te llamas?”, pregunta la niña, “¿un beso?”... Qué sencillo... qué rico...

Su nombre era Nayeli, recuerda Horacio de vuelta a Córdoba, casi dormido en el asiento de un auto con las primeras llamas del amanecer sobre las colinas. Su nombre era Nayeli, esa medicina repartida en el beso de todas las mujeres: Nada cura el dolor de cabeza mejor que un labio ingenuo y espontáneo sobre una frente febril.




(Etimológicamente, Nayeli puede derivar del vocablo Náhuatl “Neyectli”, que significa “mi bella”, o del término zapoteco “Nayuetl”, que quiere decir “te quiero”).

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