13 abril, 2011

Lizzie


Cuando entras a un museo en el último turno antes del cierre no buscas el itinerario caníbal de la visita turística o el “yo-estuve-ahí”. Cuando, en una tarde lluviosa y gris del abril londinense, entras en la Tate con menos de una hora de permiso para deambular por sus pasillos, persigues, en realidad, un solo cuadro, evitar los codazos y las refriegas curiosas que se amontonan ante los iconos más mediáticos, y conversar, al fin, con alguno de esos lienzos conocidos, antes de volver a casa.

Así entro por el pórtico neoclásico camino de la Ophelia (1852) de Sir John Everett Millais. Me atrae esa ninfa danesa y suicida, muerta ya en la instantánea pero, al mismo tiempo, aparentemente suspendida, insinuando una suerte de encuentro místico que al espectador se le escapa: Apenas sumergida en las aguas heladas del lago que le ha robado el aliento, Ofelia ya ha sido en este pasaje triturada por el despecho del héroe de la pieza, otro Hamlet distinto al que amó, extraviado en un cumplimiento de venganza donde ya no dice más aquello del “I love thee best, o most best, believe it. Adieu. ‘Thine evermore, most dear lady, whilst this machine is to him…” Adoro esa melena pelirroja flotando en torno al rostro... existe el mito de que el gen MC1R, un recesivo extraordinario, responsable del rutilismo y lo que esto conlleva (la coloración roja del cabello y la piel blanca y rosácea), no solo determina una exquisita y sufrida sensibilidad al dolor por encima de la media, sino que -dice la leyenda- arrastra una fogosidad sexual que para sí quisieran rubias y morenas... No es mi especialidad, pero hay algo en los lienzos que retratan a este modelo de mujer que me atrae poderosamente… recuerdo la María Magdalena de Lefevbre, la Dánae de Klimt, la primavera de Axentowicz y, por encima de todas, recuerdo la pelirroja de mirada esquiva que Toulouse-Lautrec serió en distintas posiciones y espacios tomando como modelo a la lavandera parisina Carmen Gaudin...

En fin, para qué más divagaciones. No es la primera vez: En ocasiones paro en la Tate a la vuelta del trabajo y, por unos minutos, observo a esta mujer que suelta su melena pelirroja en los brazos de la corriente mientras se escapa su vida por esos boca-y-ojos entreabiertos. Me alivia pensar que las historias de amor no pueden juzgarse por su éxito… así le sucedió a la misma modelo del cuadro, Elizabeth Siddal (1829-1862), la muchacha británica que Millais inmortalizó en el papel de la hija de Polonio, una sufriente “profesional” que llegó a quedarse helada sumergida en una bañera mientras el pintor prerrafaelita diseñaba su retrato... La misma Lizzie Siddal que se rindió en los brazos de un gallardo Dante Gabriel Rossetti, y a quien éste mismo desposó y abandonó después de haber sido padre de una hija muerta: el hombre por cuyo Adieu, la Ofelia histórica del XIX inglés terminó arrastrada por la corriente, tras una sobredosis de láudano, con apenas 33 años...


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