Dos chinazos en la misma horizontal me miran con las cuencas vacías
desde la esquina del mantel apalestinado en rosas que cubre el cristal de la mesa baja donde bebo el café de mañana.
Me amanece al mediodía con uno de esos soles de invierno que disparan chispazos de hielo en la terraza, y así, como quien no quiere la cosa, llega en una vuelta de reloj la sobremesa de tequilas de un 25 extraño sentado frente a la misma mesa y esa mirada misma:
dos agujeritos en el bordado,
escrutando,
vacíos,
al otro lado de las legañas y del silencio,
sobre el colchón acústico del Spoti',
cómo los miro yo.
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Nunca, desde muy pequeño, me gustó ver a los demás con la mirada perdida.
Quise intuir que era un desnudo en público poco decoroso y abierto a la exhibición de la propia fragilidad, un espacio involuntario al que me sentía de algún modo no invitado:
Cuando alguien con los ojos abiertos, pensaba, se dedica a mirar hacia dentro,
olvida que puede haber otros que, desde fuera, le miren en ese mismo momento
y que, contra su propia voluntad,
encuentren la puerta abierta hacia esa convivencia sin defensas que encara a uno consigo mismo.
Ya entonces me prometí no mirar jamás al vacío.
No mirar hacia dentro.
No mirarme.
Darme por otro.
Y así, igual que harías con cualquiera, tocarme y hablarme, nada más.
Que fuesen las palabras y el tacto quienes levantaran el puente de la relación conmigo:
Explicarme y responderme,
contarme y discutirme,
insultarme,
consolarme,
justificarme,
reconocerme,
aprenderme...
pero han pasado los años y esos amigos invisibles que viajaban conmigo
son cada vez más aristas de un uno mismo que apenas sé quién es.
Han pasado los años y descubrí lo contingente del decir,
lo incompleto de la palabra,
la imposibilidad de saber.
Y, quizá por ello, entendí lo decisivo del mirar.
Ese mirar de los enchufes,
de las enormes pupilas de la familia de cíclopes que habitan la vitrocerámica,
de los ojos ancestrales con los que mira la gata,
de las miradas esquivas que atienden impertérritas en los retratos que cuelgan de la pared,
de los ojos entintados de la figuras que se imantan contra la nevera,
de las gotas que han quedado adheridas a los cristales,
de los arabescos en negro estampados en el blanco de las sábanas,
de las espirales en arcoiris del vaho del espejo,
de las dos rótulas familiares que me buscan sentado en cuclillas...
todo eso que mira en silencio cuando miro
y que aún me mira cuando yo no veo.
Mirar.
Sin palabras.
Mirar.
Y saber que no,
que no hay combinación lógica de saberes que expliquen las miradas.
Que es otro lenguaje al que renuncié desde bien pequeño y para el que no hay diccionario ni gramáticas.
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Suena la BSO de Amelie en Spotify y decido cubrir los ojos del mantel con un paquete de tabaco.
Está cayendo el sol por el horizonte del bloque de viviendas que se levanta frente a la terraza.
Y voy a mirar fotografías.
Voy a mirarme, desnudo.
Voy a violar mi intimidad.
Voy a pasar el día sin decir una sola palabra.
He empezado el nivel básico de este idioma que,
paradójicamente,
llamamos Soledad.
Vamos a ver adónde me llevo.
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