Aprendo a seguir mis dedos en lo que de ellos reproduce mi memoria.
Recuerdo con los ojos abiertos.
Convoco.
Acostumbro a seguir con la mirada mis dedos. Consigo, así, una mezcla de sensación dáctilovisual que trato de memorizar con cierto exceso de testarudez: Quiero ser capaz de saborear el cocktail de imagen y caricia que mis ojos y mis dedos capturan sobre su cuerpo desnudo, esté o no esté presente. Igual que soy capaz de sentir en la lengua el dorado frío y afilado de un trago de whisky con hielo, cuando no hay whisky ni hielo en mi boca; igual que sé dibujar el rojo satinado de las tapas de piel de uno de mis libros aún cuando, en otro punto, no importa cuál, lo único que tenga entre las manos sean hojas de aire. Igual quiero ser capaz de sentir, dónde y cuándo quiera, el parche de piel que araña desde uno de sus hombros... la sensación de repasar las costuras de esa cicatriz... y seguir hasta el lunar diminuto que marca la cerradura de sus aurículas, justo antes de alcanzar la consistencia tentadora de ese pezón lilitiano apenas rodeado de un rosa manso y terso... hundir el camino del esternón escalando la pequeña prominencia curvada donde arrancan los surcos de su costillar poderoso e inclemente... repasar las líneas casi dibujadas en el vientre, incipientes onzas abdominales, y tomar el ojo del cíclope, vertical, en el centro, como un espejo de mis dos pupilas hechas una donde repasa y circula la yema del corazón y del pulgar derechos... pellizcar el hueso de la cadera, siempre al acecho, violento y altanero, y seguir hasta el suave recodo -cara de piel muy suave- más allá, en el lateral interno del muslo, donde los dedos se recrean en idas y vueltas hasta el extremo de la rodilla, por debajo de los pliegues del culo, en la superficie impoluta y sensible de los labios de ese vértice inadjetivable donde se mezcla el olor, el sabor, la imagen y el tacto de cada uno de los recuerdos que trato ahora de convocar...
...disculpa, madame, si no despierto.