La naturaleza sigue unas regularidades que las leyes científicas explican: precisamente porque los hechos naturales se repiten la ciencia puede ser predictiva. El reino natural se compone de sustancias minerales, vegetales, animales y también humanas, aunque la naturaleza no agota la totalidad de lo humano, porque el hombre presenta además un torso no natural, casi podría decirse que antinatural: la libertad. Las creaciones de la libertad son únicas, imprevisibles, sorprendentes incluso para su autor, y esto presta a las realizaciones humanas, que se suceden sin sujetarse a un criterio uniforme, una dimensión temporal. Solemos excusarnos a diario de mil menudencias pretextando que no tenemos tiempo cuando, bien mirado, lo único que tenemos es tiempo, pues somos tiempo; no entidades repetitivas sino fluyentes, ondulantes. Incurrimos en contradicciones, pues el antes y el después de nuestro decurso vital no coinciden. Más aún, somos una contradicción viviente: la naturaleza nos privilegia con una individualidad autoconsciente, pero nos castiga después dispensándonos el mismo destino cruel que al resto de sus criaturas que no tienen conciencia de sí mismas. De ahí las aporías, los dilemas y las tensiones que conforman el humano devenir. La identidad del hombre depende de la habilidad para crearse una narración creíble sobre el mundo que ilumine el sentido de la existencia y otorgue a su vida un papel digno y significativo dentro del conjunto.
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