INSTRUCCIONES PARA UTILIZAR UNA FOTOCOPIADORA
(Para inadaptados tecnológicos)
Recupero este texto encontrado en una primerísima edición de “Historias de Cronopios y de famas” del maestro Cortázar (editores posteriores desecharon su inclusión por la mediocre construcción del relato). Léase como curiosidad bibliográfica en honor de Geörg Kenningar, el viejo loco de la avenida Mayo que me descubrió ese ejemplar en la Librería “El árbol del Yelmo”. Adjunto la ilustración que acompañaba al manuscrito original.
Preámbulo
Una copia es la versión perfeccionada del original, un clon frío y pulido, una imitación indiferente que acosa a la imagen genuina desde el momento en que esta última despierta a su realidad especular. Cuando te sacan una fotografía, no solo el nitrato de plata o los megapixeles de la memoria registran, punto a punto, los detalles originales del momento que fuiste, no, cuando te sacan una fotografía, “Sonríe, vamos, siempre pones la misma cara, a ver, un poco más a la izquierda… una, dos y…”, no, cuando te sacan una fotografía, tú te conviertes en copia de una pupila congelada, invicta, tan soberbia que desdeña el paso del tiempo, capaz de sonreír por milenios sin pestañear siquiera, inmutable y eterna: Perfecta.
Inconsciente e insensato, el original presiona el botón contra sí mismo, registrando la calavera instantánea, con su sonrisa a medio esbozar, el párpado caído por el brillo del sol al contraluz, el aire en torno detenido y una guirnalda de silencio cosiendo el estallido del láser. El que mira al espejo es consciente de su doble identidad, cambia el gesto y domina su proyección. El que mira su copia, evoca, revive la vida de aquel otro calco, el que mira es, al fin, prisionero de su imagen suspendida.
Instrucciones
1-Abrir la tapa; 2-Poner libro; 3-Cerrar tapa; 4-Botón verde.
Allá, en el láser, está la eternidad. Ensaye el gesto, caliente los 60 músculos que necesita para ofrecer su beso, y libere los deseos de ese único músculo enjaulado entre costillas al que le debe el temblor de rodillas cada vez que acerca su cuello la destinataria del instante. Pegue el labio al cristal y cierre los ojos para evitar una temprana ceguera. Presione el botón verde. Ahora las tripas de la fotocopiadora comienzan la digestión. El papel se tiñe de usted, el beso se convierte en una realidad irreverente impresa sobre el tiempo. Allá, en la verdad que engendra la máquina, espera la eternidad, gira sobre sí misma y sella un sentimiento azaroso que, en ese instante, sobrevive para siempre.
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