Ana está en mi cama, sentada encima de mí, dibujando con la lengua el filo de mi mandíbula. Pese a sus leggins y mis vaqueros, las dos caderas se acompasan y, en pleno diciembre, empezamos a empaparnos de abril. Es un topicazo, lo sé, pero siempre he entendido el sexo como una suerte de conversación: Igual que se habla del tiempo en los ascensores, se folla en los baños de los afters, hasta el culo de M, por no tener nada mejor que hacer y por evitar una descortesía (...sin contar el derroche artificial de serotonina que provocan los químicos de madrugada, claro); igual que se ilumina el salón leyendo algunos poemas, descubre uno la identidad de sí dentro de otro cuando cobra sentido la expresión “hacer el amor”; e igual que necesito mirar a los ojos de mi interlocutor cuando me hablan, me resulta imprescindible encontrar las tetas de una mujer para dar por abierto el puente de la intimidad y dejar que nuestros cuerpos charlen, se acaloren, debatan, discutan, se griten, rían y alumbren el silencio en el que concluye todo buen final. Los idiomas son las fronteras del habla. Y, para mí, la gran frontera del sexo es el sujetador. Ana está en mi cama, tumbada debajo de mí, mordiéndome y buscándome la lengua con su lengua. Una sola prenda de ropa interior sobrevive al hambre del desnudo: Aún no he conseguido desabrocharle el sujetador. Desde adolescente, uno aprende, con más o menos pericia, a tirar de los dos cabos del sostén, hacia la izquierda el derecho y hacia la derecha el izquierdo, para soltar los dos o tres o cuatro ganchitos con que se agarra a la espalda ese ingenio de tela. A medida que pasan los años, sobretodo en las bodas y en nochevieja, cuando amaneces frente a un vestido palabra de honor, aprendes también a desbrochar en la cuna del escote esos cierres delanteros que algunos maestros son capaces de soltar con la boca. Todo es relativamente sencillo: vencido el broche (siempre que lo haya), con cierta violencia o con una estratégica delicadeza, ella se libera y dejas pasar los tirantes (siempre y cuando haya tirantes, claro) a través de su brazo y su antebrazo, cosquilleando la piel temblorosa para fijar después sus pechos en tu pecho y aprender por enésima vez el sentido de la palabra “calor”. SOY INCAPAZ DE ENCONTRAR LA LLAVE QUE ABRA A ANA Y A SU SUJETADOR. No es un modelito caro de encaje de La Perla. Ni esas copas duras de algodón y colores lisos en los que insiste Calvin Klein. No hay Snoopies de H&M, ni los rellenos exagerados de algunos modelos de Woman Secret. Es... Estoy dentro de Ana, sintiendo cómo se contorsionan su columna y su costillar... y ese puto sujetador me hace sentirme como un estúpido voyeur en el pasillo del cuarto. Así que cierro los ojos y trato de imaginar sus pezones para convencerme de que existe, en este instante, algún tipo de diálogo entre los dos... calculo una 90-C apretadas en una B (el hecho de que se te levanten las tetas, igual que unas buenas botas en los hombres bajitos, aporta seguridad); quiero intuir dos aureolas apenas definidas y un par de botones prominentes, de esos que juegan malas pasadas en los locales de verano con el aire acondicionado a tope. Dos tetas suaves, poderosas y sin miedo a la gravedad; con alguna estría imperceptible fruto de aquella dieta severa con la que se encabezonó en la facultad; y con un par de lunares chiquititos en el pecho izquierdo, de esos que invitan a ser memorizados y archivados en el recuerdo de los privilegiados que han podido recorrer su carne... Ana se corre en mi cama. Ana pasa de nada más. Ana pasa su pierna derecha por encima de mí y se tumba a mi lado, de espaldas, regalándome un perfil a media luz atravesado por esa tira sin cierre que podría decir cosida a su piel como un tatuaje... Se ha acabado la pieza y no hay aplausos en el patio de butacas. Pronto se irá a su casa. Dudo que conteste mañana si le da por mandar un mensaje. Dudo siquiera que la niña se enganche y recuerde mi olor al salir del portal. Ana dice que, si no me importa, se queda “media horita” más. Se resguarda bajo el nórdico y olvida que tiene a mano el tanga y un móvil para hacer las veces de despertador. Quizá sí que llame mañana. Quizá vuelva a la habitación este fin de semana. Quizá, la próxima vez, descubra el mecanismo oculto de ese sujetador, salte el muro y logre desnudarla el corazón. Mientras tanto, Ana solo ha sido una Nancy de trapo frente a un muñeco de ventrílocuo y variedades. Ana se viste y se marcha. La mañana entra en mi cama a través de las rejillas de la persiana y al final del cuento, ni happy-ending, ni polvo memorable, ni buffet libre de perdices para desayunar.
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