La noche es un viaje. Y el insomnio una forma de caminar. Un vehículo incómodo que te obliga siempre a correr de un lado a otro para evitar la pesadilla de la somnolencia y la incapacidad manifiesta de dormir. Mi insomnio sabe a lengua de trapo cuando caliento demasiado el café; sabe a eucalipto por la mañana para abrirme los pulmones y despertar de una bocanada de aire mi circuito neuronal... Mi insomnio sabe a sofá con manta y a libro de sobremesa, a garamond frente al ordenador, a dry martini antes de amanecer, y a lubricante de fresa algunas auroras, justo antes de que la cafetera que vuelve a poner en marcha la espiral comience a gorgotear en uno de los cuatro discos solares fijos en la encimera... No viene al caso, pero adoro acuchillar la vitrocerámica: es una de esas pequeñas maravillas de mis tiempos muertos... Llevo, hasta donde alcanza mi recuerdo, 30 años sin dormir.
“Eso es imposible, tía”; “estarías clínicamente muerta”; “venga va, ¿y cómo es que no tienes ojeras?”... ¿para qué presumir o quejarse de esta eterna vigilia? Hace tiempo que decidí evitar el tema. Al fin y al cabo, hay gente que es capaz de dormir 12 horas del tirón y no recordar siquiera sus sueños; otros, con media hora de siesta y cuatro de madrugada, sobreviven a dos jornadas en dos curros con dos mierdas de salarios y todavía tienen tiempo para manejar dos vidas con dos amantes en dos barrios en cada punta de la misma ciudad, y decirse felices... yo qué sé... he leído que Napoleón dormía un par de horas el día y terminó comiéndose Europa hasta que la nieve de los Urales se lo comió a él, mientras Josefina se la comía a medio París... Yo no duermo, ¿y qué? No me siento cansada y prefiero pensar que soñar está sobrevalorado... A mí me toca, interrumpida y reincidentemente, hacer y actuar: soy, como el Opencor, una niña abierta las 24 horas del día…
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