Se llamó durante 91 años Marina Belmonte. Nació en 1912 en un rincón de la sierra de Cazorla, en Jaén, a tiro de piedra del nacimiento del Guadalquivir y rodeada de olivares de aceituna seca y caminos pa' recoger, con las manos llenas vejigas, los garbanzos y espárragos que dejaban los mocitos tras la cosecha. Sabía leer y escribía con una caligrafía muy fina, pero no tuvo noticias de la I Guerra Mundial hasta que su hermano mayor trajo a la casa cuentos de héroes soviéticos y manifiestos contra los señoritos. "Una misa y un cerdo al año, sobra misa y falta marrano", decía cada vez que se hablaba a su lado de religión. Se puso novia con un zapatero que la llevó de feria a Úbeda caminando para montar en una noria. El cuento de los comunistas se hizo de verdad y tuvo, durante un instante, la misma tierra de siempre, para todos y, por supuesto, también para ella. El hermano de las historias rusas fue nombrado comisario, y hasta la dejaron a ella varear en aquella campaña de buena aceituna. Con tres hijos, se perdió la guerra. El hermano perdió su nombre mientras corría hacia Francia cargado con dos maletas de billetes, antes de que el bravo Jaén cayera. Con tres hijos, perdió un marido, encarcelado en el Segura, y perdió la tierra. Sirvió ella y sirvieron sus hijos desde chicos. Caminaba dos días para llevar comida a la prisión entre caminos pa' recoger, con las manos llenas vejigas, los garbanzos y espárragos que dejaban los mocitos tras la cosecha. En los 60 subió a Madrid, con su hijo y su yerno metidos a albañil, con sus dos hijas y su primera nieta, con un marido zapatero, cojo y alcohólico, que alargaba la mano cuando se le alargaban las noches. Lo permitió muy poco, era de genio duro. Pero eran años duros y pronto, de todas formas, enviudó. Ya era la matriarca de las casas bajas. Vivía en la calle 7 bis. Su hija mayor tenía ya la suya en la calle 11. Y cambió la ciudad. Y el mundo, casi. Hasta los 90 años y medio vivió sola. Saliendo a pasear a la fresca y, una vez más, antes de que anocheciera. Contaba batallas, y opinaba sobre el presente. Tenía genio, pero sabía contar chistes viejos con una gracia increíble. Su primer bisnieto fue el primero de la familia en ir a la universidad, y salía en la tele de periodista de esos, que era algo importante, seguro, aunque ella creía que llegaría a presidente. Por lo menos. Le gustaban, con sus ojillos de ratón, los cumpleaños, los santos y la fiestas de navidad, porque eran noches para beber un poco de champán, o cava, pero "ponme un poquillo más, Fernando". Solo en los últimos 6 meses perdió la autonomía y su cabeza regresó al pasado. El martes se cumplieron 8 años de su muerte. Me lo dijo mi abuela como quien cuenta cualquier otra cosa, en el coche, mientras la acercaba a su casa (de la calle 11 de las casas bajas a un piso 11ºC en Palomeras, ha pasado mi abuela -tiene su punto). Y, pensando qué quería escribir antes de terminar el mes, me ha apetecido convocarla y presentarle esto de Internet. Marina Belmonte era mi bisabuela. Me enseñó a jugar al baloncesto con un jersey hecho bola y un barreño. Con unos textos míos, dijo que si era como el poeta ese que mataron (Lorca) y que estudiase para ser alguien y no pasar hambre y ser feliz. Comía, tan menudita y arrugada como era, como una lima, y reía, la cabrona, con una alegría acojonante. Demente, un día de sus últimos meses me hizo apañarme y bajarla a la calle pa' varear la aceituna y recoger, con las manos llenas vejigas, los garbanzos y espárragos que dejaban los mocitos tras la cosecha. Me apetecía nombrarla: Marina Belmonte.
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