¡Ay, morena!, ¡qué lindo saber de ti!
Disculpa la tardanza en la respuesta.
El otoño me pasó por encima la víspera misma de la visita al Escorial.
Desde que vestí entonces las legañas saladas de la primera mañana,
han pasado ya unos cuantos cafés y un buen de cigarros,
comidas en familia,
solsticios de infierno,
abrazos de postverano,
mediorgasmos,
cenas,
cañas,
colchas,
bañeras,
local de ensayo...
y si a eso le sumas la compañía del tequila estufa
que me escuda en la lucha contra el hielo
ahora que dice el parte oficial que nos arrancó el invierno
y habrá que resguardar los besos para que no se resfríen,
se me terminó de hacer humo el tiempo y no sé decirte siquiera quién fui.
Pero el hecho es que te volví a encontrar
caminando con la punta de los dedos por la orilla de tu espalda,
y allí te convoqué de nuevo,
a ti,
ese irreal que eres en el recuerdo de cada presente,
esa morena de los buenos vicios que encontré en el fin del mundo a las puertas de Filología...
y mucho hacía,
mucho,
que no repasaba tus ficciones,
tus lunares desperdigados,
las cartas escritas a pausas, tachones y premuras en la bandeja de tu correo capilar...
que si, que ya era hora de escribir, lo sé.
Y, mira tú, se me puso el alma temblona.
Será el frío que cae en Madrid.
Será por eso de vivir.
Será que algo del calor de tus muslos me calentó las tripas y me agarró el costillar, qué sé yo.
Bueno, sí,
sé que enero está ya ahí y que me viene encima un cinco hecho de tres y dos;
que no podré comprar un boleto aún para desaparecernos
aunque pienso seguirte allí donde aparezcas;
y que,
por el momento,
es el momento quien manda
y andamos con la bandera a media asta y las palmas encallecidas para levantar la enseña que nos ice en primavera como otro nosotros.
Y es que dijo Enrique que una retirada a tiempo siempre fue una derrota.
Y Joaquín dijo anoche que el pasado es la historia que nos contamos.
Y digo yo que algo más será la memoria,
pero no esta discordia que ni fuimos ni debemos ser.
¡Ay, cómo pega el querer, bebido así a tragos largos!,
¡qué kamikaze!, ¡qué lanzador de cuchillos!,
¡qué baño compartido entre dos cuerpos hechos la misma espuma!,
¡que jodida aventura es volver a la batalla
y qué ardor me sube hasta la mirada para enfrentarla!,
¡qué milagro sangrar para creer!,
¡qué obra de arte creernos otra vez la misma sangre!
Y ya, perdón,
que otro día será otro encuentro.
Y nos quitaremos y nos pondremos máscaras mientras las lenguas de cada cual recorran pieles
y el tacto de mis rincones descubran el calor de tus interiores.
Perdón,
llámame grosero o descarado,
pero ahora mismo eso es lo que salió del teclado
y, antes de llamarte para el próximo abrazo,
solo me sale empujar este recuerdo inmediato contra la pared,
separarle las piernas,
levantarle los brazos,
y abrirlo a media altura
en una secuencia de navajazos húmedos de esos que afilan gemidos imprevistos.
Qué pendejo, dirás...
uno dispara palabras porque nunca fue amigo de las balas
y sabe que las cicatrices que dejan los poemas son el orgullo de aquellas guerreras que apostaron su vida por la vida contra la barbarie.
Y si no,
di que esto fue un sueño,
diré que nunca dije...
...y en otra nos vemos, pantera,
cuando gustes,
cuando sea.
Ya.
Un beso transcapitalino en diagonal
hasta el centro mismo de la diana.